En el ensayo Lector in fábula, elaborado en 1979 por filósofo,
semiólogo y escritor Umberto Eco, se explican conceptos tratados ya previamente en La estructura ausente y Tratado
de semiótica general, de los cuales nosotros tomaremos dos, a saber, los de
texto abierto y texto cerrado. Del primero baste decir que el teórico italiano lo
concibe como un texto “incompleto”, mas no por la usencia de una estructura que
los sostenga, sino debido a que su destinatario posee una competencia
específica en el terreno de la lingüística y a nivel cultural, las cuales
determinaran la recepción que se tenga del texto. Dicho de otra forma, de acuerdo
a su formación personal y social el lector realizará cierta interpretación, es
decir, estará condicionado por su aprendizaje.
Ahora bien, surge
la cuestión que interroga por esta posible desconexión, o sea, entre lo
referido por el emisor y lo encontrado por el destinatario. ¿Cuál es la causa que
proporciona pluralidad al mensaje? Indudablemente se trata de la ausencia de
referentes. En palabras de Eco sería la frecuencia de un elemento: lo no dicho. Cada espacio vacío dejado
por el autor será llenado con la experiencia del receptor. Y, en tanto que se
eleve el número de lecturas y/o lectores, se multiplicará proporcionalmente el
mensaje. De esta manera, un emisor a través de un único texto (el cual a su vez
él ha extraído de su entorno cultural y reajustado de acuerdo a sus propios
referentes), dará posibilidad a la propagación de tantos y diversos mensjaes.
Debe entenderse
como lo no dicho, aquello que forma parte
implícita en el texto; que no está expresado por el significante. Sin embargo
puede sobreentenderse. Justamente en
este dar por hecho tal o cual texto implícito, el lector toma un papel de suma
importancia en la obra: la completa. Por
lo tanto, forma parte elemental del discurso. A partir de él se da el sentido
de la obra. Para Eco se da en esta situación un momento de participación. El
lector colabora, en palabras del autor, por medio de una serie de movimientos
cooperativos. De esta manera, aun cuando no hayan habido las especificaciones
pertinentes para cada parte del texto, el receptor configura, de acuerdo a sus
posibilidades y referencias, los huecos presentes en la obra.
Considero que lo
antes dicho puede ejemplificarse con mayor frecuencia en los finales de algunas
novelas contemporáneas. Por ejemplo, Paul Auster en El palacio de la luna deja espacios donde el lector puede
fácilmente considerar lo que deduzca de la diégesis. Así cuando nuestro protagonista, Marco Stanley
Fogg anda en busca del sueño de su recién conocido padre, mantiene en uno de
sus soliloquios el siguiente monólogo:
anduve
sin interrupción, dirigiéndome hacia el Pacífico, llevado por una creciente
sensación de felicidad. Sentía que una vez que llegara al fin del continente
hallaría respuesta a una importante pregunta. No tenía idea de cuál era esa
pregunta, pero la respuesta la habían ido formando mis pasos y sólo tenía que
seguir andando para saber que me había dejado atrás a mí mismo, que ya no era
la persona que había sido
En este ejemplo, la
respuesta que proporciona el autor es tan incierta como la pregunta
indiscernible para el personaje principal. El lector puede decidir, por decirlo
de alguna manera, qué clase de hombre será. Después de leer la novela elegirá
si el joven Fogg es mejor de lo que era antes de conocer a su padre o todo lo
contrario. También dará por hecho quién es Stanley o quién fue. Probablemente
haya configurado mentalmente a distintos Marcos, o diversas fases de él. Quizás
el receptor considere que el protagonista se termina encontrándose a sí mismo o
perdiéndose. Todo esto y más es posible porque el autor no especifica muchas partes
del discurso. Por lo tanto, se enfrenta a lo
no dicho por el emisor.
Otro texto con
final abierto podemos percibirlo en el cuento de Chejov La dama y el perrito, desde el título mismo, donde se puede
predisponer el lector para encontrar como uno de los personajes principales a
un mamífero cánido. Sin embargo, a medida que transcurre la diégesis cambiará
de expectativas. Al final considerará lo que juzgue más adecuado para justificar
la presencia del perro en el título de la obra.
Mas la participación del lector no radica únicamente en esa parte del
texto, sino también en el final del mismo. La pareja de amantes compuesta por Dmitri
Gurov y Anna Sergueievna ignoran cuál será su situación futura:
…durante
un buen rato examinaron las posibilidades de eludir la necesidad de esconderse,
engañar, vivir en ciudades distintas, sin verse por mucho tiempo. ¿Cómo liberarse
de estas intolerables ataduras?
-¿Cómo?
¿Cómo? –se preguntaba él, tomándose la cabeza con las manos-. ¿Cómo?
Y
parecía que faltaba poco para encontrar la solución y comenzar, entonces, una
nueva y maravillosa vida; pero ambos comprendían claramente que el final estaba
todavía muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho más que
empezar.
En este caso de
final abierto el lector completa la diégesis. El texto es abierto porque no
ofrece un final explícito. De acuerdo a la cultura a la que pertenezca podrá
desarrollar un desenlace distinto al de otro receptor cuyas experiencias y
apreciaciones disten del conocimiento del primero. Este fenómeno es
indispensable en la literatura contemporánea y a decir de Umberto Eco, es el
lector quien cumple el requisito de actualización.
Allí radica su capacidad significativa.
En contraparte al
texto abierto tenemos al texto cerrado, es decir, aquel que responde a la
estructura tradicional aristotélica: emisor, mensaje y receptor. En este tipo
de obras el autor es muy específico. Cuida en demasía las imágenes que tendrá
el lector. Por ello las crea para que pasen lo más fidedignamente a su público.
Tan es así que puede referir situaciones o lugares de todos conocidos. Una
época que particularmente se ocupa de los detalles más minuciosos con
referentes en el entorno inmediato es la segunda mitad del siglo XIX. Por
ejemplo, en la novela mexicana naturalista por antonomasia, Federico Gamboa
describe al México de principios de 1900. Para el lector no hay propiamente una
actualización, pero sí una recreación. En la cual interviene por supuesto su
capacidad creativa y memorística. De tal suerte que no puede tratarse
absolutamente de un texto cerrado.
Aquí se
le embrollaban a Santa sus recuerdos, por lo que la involuntaria evocación
resultaba trunca. Destacábase, sin embargo, con admirable y doliente precisión,
el aborto repentino y homicida a los cuatro meses más o menos de la clandestina
y pecaminosa preñez, a punto que Santa, un pie sobre el brocal del pozo, tiraba
de la cuerda del cántaro, que lleno de agua, desparramándose, ascendía a ciegas.
Fue un rayo. Un copioso sudar; un dolor horrible en las caderas, cerca de las
ingles, y en la cintura, atrás, un dolor lacerante que Santa soltó la cuerda, lanzó
un grito y se abatió en el suelo. Luego, la hemorragia, casi tan abundante y
sonora cual la del cántaro, roto al chocar contra las húmedas paredes del pozo.
Revisado.
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