domingo, 26 de enero de 2014

Texto cerrado y texto abierto, según Umberto Eco



En el ensayo Lector in fábula, elaborado en 1979 por filósofo, semiólogo y escritor Umberto Eco, se explican conceptos  tratados ya previamente en La estructura ausente y Tratado de semiótica general, de los cuales nosotros tomaremos dos, a saber, los de texto abierto y texto cerrado. Del primero baste decir que el teórico italiano lo concibe como un texto “incompleto”, mas no por la usencia de una estructura que los sostenga, sino debido a que su destinatario posee una competencia específica en el terreno de la lingüística y a nivel cultural, las cuales determinaran la recepción que se tenga del texto. Dicho de otra forma, de acuerdo a su formación personal y social el lector realizará cierta interpretación, es decir, estará condicionado por su aprendizaje.
Ahora bien, surge la cuestión que interroga por esta posible desconexión, o sea, entre lo referido por el emisor y lo encontrado por el destinatario. ¿Cuál es la causa que proporciona pluralidad al mensaje? Indudablemente se trata de la ausencia de referentes. En palabras de Eco sería la frecuencia de un elemento: lo no dicho. Cada espacio vacío dejado por el autor será llenado con la experiencia del receptor. Y, en tanto que se eleve el número de lecturas y/o lectores, se multiplicará proporcionalmente el mensaje. De esta manera, un emisor a través de un único texto (el cual a su vez él ha extraído de su entorno cultural y reajustado de acuerdo a sus propios referentes), dará posibilidad a la propagación de tantos y diversos mensjaes.
Debe entenderse como lo no dicho, aquello que forma parte implícita en el texto; que no está expresado por el significante. Sin embargo puede sobreentenderse.  Justamente en este dar por hecho tal o cual texto implícito, el lector toma un papel de suma importancia en la obra: la completa.  Por lo tanto, forma parte elemental del discurso. A partir de él se da el sentido de la obra. Para Eco se da en esta situación un momento de participación. El lector colabora, en palabras del autor, por medio de una serie de movimientos cooperativos. De esta manera, aun cuando no hayan habido las especificaciones pertinentes para cada parte del texto, el receptor configura, de acuerdo a sus posibilidades y referencias, los huecos presentes en la obra.
Considero que lo antes dicho puede ejemplificarse con mayor frecuencia en los finales de algunas novelas contemporáneas. Por ejemplo, Paul Auster en El palacio de la luna deja espacios donde el lector puede fácilmente considerar lo que deduzca de la diégesis.  Así cuando nuestro protagonista, Marco Stanley Fogg anda en busca del sueño de su recién conocido padre, mantiene en uno de sus soliloquios el siguiente monólogo:
anduve sin interrupción, dirigiéndome hacia el Pacífico, llevado por una creciente sensación de felicidad. Sentía que una vez que llegara al fin del continente hallaría respuesta a una importante pregunta. No tenía idea de cuál era esa pregunta, pero la respuesta la habían ido formando mis pasos y sólo tenía que seguir andando para saber que me había dejado atrás a mí mismo, que ya no era la persona que había sido
En este ejemplo, la respuesta que proporciona el autor es tan incierta como la pregunta indiscernible para el personaje principal. El lector puede decidir, por decirlo de alguna manera, qué clase de hombre será. Después de leer la novela elegirá si el joven Fogg es mejor de lo que era antes de conocer a su padre o todo lo contrario. También dará por hecho quién es Stanley o quién fue. Probablemente haya configurado mentalmente a distintos Marcos, o diversas fases de él. Quizás el receptor considere que el protagonista se termina encontrándose a sí mismo o perdiéndose. Todo esto y más es posible  porque el autor no especifica muchas partes del discurso. Por lo tanto, se enfrenta a lo no dicho por el emisor.
Otro texto con final abierto podemos percibirlo en el cuento de Chejov La dama y el perrito, desde el título mismo, donde se puede predisponer el lector para encontrar como uno de los personajes principales a un mamífero cánido. Sin embargo, a medida que transcurre la diégesis cambiará de expectativas. Al final considerará lo que juzgue más adecuado para justificar la presencia del perro en el título de la obra.  Mas la participación del lector no radica únicamente en esa parte del texto, sino también en el final del mismo. La pareja de amantes compuesta por Dmitri Gurov y Anna Sergueievna ignoran cuál será su situación futura:
…durante un buen rato examinaron las posibilidades de eludir la necesidad de esconderse, engañar, vivir en ciudades distintas, sin verse por mucho tiempo. ¿Cómo liberarse de estas intolerables ataduras?
-¿Cómo? ¿Cómo? –se preguntaba él, tomándose la cabeza con las manos-. ¿Cómo?
Y parecía que faltaba poco para encontrar la solución y comenzar, entonces, una nueva y maravillosa vida; pero ambos comprendían claramente que el final estaba todavía muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho más que empezar.
En este caso de final abierto el lector completa la diégesis. El texto es abierto porque no ofrece un final explícito. De acuerdo a la cultura a la que pertenezca podrá desarrollar un desenlace distinto al de otro receptor cuyas experiencias y apreciaciones disten del conocimiento del primero. Este fenómeno es indispensable en la literatura contemporánea y a decir de Umberto Eco, es el lector quien cumple el requisito de actualización. Allí radica su capacidad significativa.
En contraparte al texto abierto tenemos al texto cerrado, es decir, aquel que responde a la estructura tradicional aristotélica: emisor, mensaje y receptor. En este tipo de obras el autor es muy específico. Cuida en demasía las imágenes que tendrá el lector. Por ello las crea para que pasen lo más fidedignamente a su público. Tan es así que puede referir situaciones o lugares de todos conocidos. Una época que particularmente se ocupa de los detalles más minuciosos con referentes en el entorno inmediato es la segunda mitad del siglo XIX. Por ejemplo, en la novela mexicana naturalista por antonomasia, Federico Gamboa describe al México de principios de 1900. Para el lector no hay propiamente una actualización, pero sí una recreación. En la cual interviene por supuesto su capacidad creativa y memorística. De tal suerte que no puede tratarse absolutamente de un texto cerrado.
Aquí se le embrollaban a Santa sus recuerdos, por lo que la involuntaria evocación resultaba trunca. Destacábase, sin embargo, con admirable y doliente precisión, el aborto repentino y homicida a los cuatro meses más o menos de la clandestina y pecaminosa preñez, a punto que Santa, un pie sobre el brocal del pozo, tiraba de la cuerda del cántaro, que lleno de agua, desparramándose, ascendía a ciegas. Fue un rayo. Un copioso sudar; un dolor horrible en las caderas, cerca de las ingles, y en la cintura, atrás, un dolor lacerante que Santa soltó la cuerda, lanzó un grito y se abatió en el suelo. Luego, la hemorragia, casi tan abundante y sonora cual la del cántaro, roto al chocar contra las húmedas paredes del pozo.

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